27.3.12

El Adversario I

El Adversario mueve la cabeza a izquierda y derecha y empieza el baile de las cosas negadas. Para cuando su veneno llega al corazón los amigos ya no se reconocen.
El Adversario te acorrala en ti mismo. Te paraliza en tus contradicciones. Te agota en tus justificaciones. No hay muralla que le detenga ni arma que le haga daño. Él levanta las barreras, él carga las armas. No quiere matarnos, ni siquiera desea hacernos mal, lo que quiere es darnos la ocasión propicia para que lo hagamos nosotros. Mata a los justos para incitar a los necios, protege los pasos de la desdicha, él es la máscara, el espejo. Su soledad fundamental le obliga a invitarnos a su casa.
Si comentemos el error de reducir el mundo a nuestra vida es fácil quedar indefensos ante su omnipotencia sobre lo aparente. ¿Cómo no va a dominar él el espectáculo? ¿Quién si no es capaz de producir pavor? ¿De mostrar lo malo? ¿De anunciar la ruina? Sólo la virtud nos protege. Y su búsqueda es un derecho que no nos puede arrebatar. Sólo se vence al mal con el bien.
Es fácil provocar en las personas indefensión, y esa indefensión conduce de forma natural al miedo, a la incertidumbre y la pasividad. A veces empieza con crueldad, no martiriza al inocente si no es para provocar a otro con más potencial un estado de ánimo nihilista donde pueda explayar con naturalidad las miserias que ha ido reprimiendo. Es un relámpago, una chispa en la caverna de nuestro ser que prende los vapores que lo que está podrido en nosotros ha ido desprendiendo.
Conoce la dinámica de nuestros sentimientos mejor que cualquiera, por ejemplo: la fragilidad sin humildad lleva a la frustración, el orgullo enmascara la debilidad expresando el pánico como rabia, la rabia rebasa como ira. La vergüenza de la culpa es transformada por el orgullo en desprecio hacia uno, y un arrogante no se desprecia a sí mismo sin despreciar a los demás. Este desprecio se une con la ira en la agresión. El daño al otro produce vergüenza, más rabia, más ira, más daño. Hasta que sólo se quiere acabar, acabar con todo.
No es verdad que el mejor truco del demonio sea que creamos que no existe: su mejor truco es que queramos que no exista. La modernidad no ayuda a enfrentarnos a esto. En París hay tal afición a la perversión bien argumentada que se han concebido más maneras de negar la humanidad que formas de preparar el queso. Fanáticos profesionales proclaman que el universo es la nada en expansión. Hechiceros de una religión nihilista y oscura intervienen en cada aspecto de la vida para moldear un ciudadano miserable, ignorante a la par que dependiente y miedica, dispuesto a negar cualquier cosa que le incomode o le inquiete, movido exclusivamente por la inercia, andando a tientas por miedo de ver el precipicio. El miserable hombre moderno se ha externalizado y ya no se conoce a sí mismo, ni siquiera concibe esa opción. Recién abandona la infancia se abandona a la corriente que le empuje. Para el hombre integrado parece que a priori todo vale y por lo tanto nada vale y todo da igual. Es un fraude, un simulacro, una cáscara y por eso está dispuesto a enloquecer de furia ante el mínimo reproche. Porque sabe que si deja de negar su culpa podrá ver dentro de sí. Y ver ese vacío da mucho miedo. Viviendo para no morir, mueren.

Pero no quiero con esto reducir el Demonio a lo psíquico. Plantear el mal como un instrumento cultural sería un disparate y una irresponsabilidad. La psique humana le sirve de ventana tanto como de puerta. Podemos ser su expresión como podemos ser la expresión de la divinidad. No somos otro cuando habla por nuestros actos, ni es nosotros cuando nos lo encontramos, pero no podemos referirnos a él sin referirnos a nosotros mismos.